Pertenezco a la clase media. Nací, avanzada ya la posguerra, en el seno de una familia que vivía de un solo sueldo, el que traía cada mes a casa mi padre; sin carencias importantes, pero sin caprichos también. Crecí oyendo hablar de los “neguríticos” con una mezcla de resquemor y de admiración. Para mí eran unos seres tan fantásticos e irreales como Alibabá o Blancanieves. No llegué a conocer a ninguno en carne y hueso hasta que entré en la universidad, pero, a juzgar por lo que se decía, eran seres superiores con los que yo no podía esperar llegar a compartir nada: los “neguríticos” nacían con todas las necesidades ya cubiertas y no participaban de los problemas del resto de los mortales, porque nunca llegarían a mezclarse con nosotros. Herederos de la burguesía bilbaína de principios de siglo, funcionaban como una verdadera aristocracia con espacio y privilegios exclusivos.
Cuando me topé con ellos en la facultad, me impresionó su barniz: eran los únicos que llegaban a diario en coche hasta el campus y se movían con una mayor soltura que los demás. También contaban con otra ventaja que, en aquella época, principios de los 70, a los hijos de la clase trabajadora nos parecía decisiva: sus familias se codeaban con lo más florido de los jesuitas que dirigían el cotarro de Deusto. Lo que entonces ignorábamos era que los miembros de la Compañía de Jesús comían de la mano de aquellos ricachones y que las oportunas donaciones que realizaban se convertían a su debido tiempo en relucientes títulos para sus hijos.
Todavía continuaron impactándonos durante algunos meses, hasta que el roce diario, que ellos procuraban limitar en lo posible, fue desvelando que estaban hechos de la misma sustancia que los demás; que se veían aquejados de las mismas necesidades fisiológicas que el resto y que, entre ellos, los había mejor y peor dotados, igual que entre nosotros; en resumen, que no todos eran altos, rubios, guapos y listos. Con el tiempo y con la inestimable ayuda de las malas lenguas, supimos también acerca de sus debilidades más ocultas que, dentro de la corriente idealista de aquellos años, en plena transición democrática, llegamos a considerar como auténticas aberraciones propias de una clase decadente en franco trance de descomposición.
Con toda seguridad, se exageraron algunos aspectos, pero, aferrándonos oportunamente al refranero, que afirma que “cuando el río suena, agua lleva” y marcados por la efervescencia de corte socialista que siempre ha perseguido derribar al de arriba para colocarse en su lugar, terminamos por creer que todo cuanto se decía era cierto y que aún habría más que ni siquiera sospechábamos, porque incluso los universitarios de la transición necesitábamos nuestra dosis de morbo, aunque nos negásemos a reconocerlo.
La casa de La Galea ha surgido un cuarto de siglo después de aquellas experiencias, cuando aquellos individuos y sus circunstancias se han ido reubicando a raíz de la crisis del petróleo del 73 y las cosas ya no son lo que eran o no las vemos de forma tan drástica ni les aplicamos unos juicios tan acerados. Esta historia se ha ido escribiendo casi como un divertimento, para dejar constancia de la caída de una clase social que, en gran medida, sí se produjo, y para desmitificar a la que durante décadas se consideró casi una raza superior porque tuvo la visión y la oportunidad de medrar en el periodo de entreguerras comerciando sobre todo con armas y que, más tarde, fue capaz de establecer alianzas políticas antinaturales y vergonzosas porque se habían acostumbrado a considerar el dinero como única ideología, la única rentable, al menos. Y en eso tenían razón , siempre que se posea la habilidad de superar cualquier clase de escrúpulos morales.
Pero el enfoque del relato no es tan ácido como se pudiera esperar a partir de las aclaraciones precedentes. El paso de los años, no en vano, ha ido atemperando los ánimos, y las situaciones que se plantean tienen a menudo un tono irónico, de cierto distanciamiento, que siempre hace ganar perspectiva. Ya no importa la veracidad de lo sucedido, porque esto no pretende parecerse a una crónica histórica, sino que prima su verosimilitud, requisito indispensable en la creación literaria. Los acontecimientos pudieron desarrollarse de otra forma, pero también de ésta. ¿Por qué no?
El planteamiento general de La casa de La Galea se organiza siguiendo la técnica del “flash-back”, propia del cine negro y de la novela negra. Comienza con la reunión de una serie de personajes, principales o no, dispuestos a asistir a la lectura del testamento del protagonista, Jon Garamendi, que acaba de morir en circunstancias misteriosas y cuya voz en “off” hace de narrador. Hay en esta presentación una valoración subjetiva de los asistentes que no es, necesariamente, la que encontraremos después.
Tras esta entrada un tanto melodramática, la historia retrocede hasta los orígenes de Jon y de su hermano Koldo, antagonista en el relato, arropados siempre por la sombra omnipresente de su tía-abuela Patricia, uno de los personajes que mayores sorpresas deparará a lo largo de las páginas. Ya están presentes los tres pivotes que pondrán en marcha el mecanismo de relojería que hará avanzar la novela desvelando toda clase de miserias.
Los antecedentes familiares de Patricia Landaluce y los rasgos de carácter ya definidos desde su juventud, traicionando a su propia hermana al convertirse en amante del marido de ésta bajo su propio techo, marcarán su trayectoria tortuosa y condicionarán sus relaciones posteriores con Ana Garamendi (tía paterna de Jon y de Koldo), con sus propios sobrinos nietos y con los Mitxelena (gerentes de la empresa familiar). Su comportamiento se caracterizará por una defensa de clase a ultranza y por una práctica de la doble moral y de la hipocresía, propias de su generación y de su casta. Es, tal vez, el personaje que más contradice su apariencia con su conducta: su aspecto de viejecita venerable, entregada siempre a sus labores de ganchillo, nada tiene que ver con los retorcidos vericuetos de su compleja personalidad.
Joaquín Mitxelena, ligado a los Garamendi por línea bastarda, es el paradigma del resentimiento. Considera que su trabajo no es suficientemente reconocido y que los Garamendi no merecen los privilegios de que disfrutan porque no han hecho ningún mérito para ello. Inocula este veneno en su hijo Alberto, a quien intenta situar en la empresa por encima de los dueños. Como a otra serie de personajes, le domina la ambición.
Existe una generación perdida, la de Eduardo Garamendi y Teresa Jauregi, padres de Jon y de Koldo, que fallecen prematuramente mientras realizan un crucero por Florida, víctimas de un huracán, y que tienen escasa repercusión en el desarrollo de los hechos. En ese nivel, sobrevive Ana Garamendi, hermana de Eduardo, quien, muy joven, se casa con el belga Karel van Rijswijck y se marcha a vivir a Bruselas, donde nace su hija Christina. Aunque visitan rara vez la casa de La Galea, los tres tienen suficiente peso específico en el relato por distintos motivos. El temperamento vivo de Ana se equilibra con la prudencia de su marido Karel y con la sensatez e inteligencia de su hija Christina, buena amiga de su primo Jon y más distante de Koldo, con quien no comparte afinidades.
Jon Garamendi, el delfín de su generación, el heredero de la empresa familiar, tiene un carácter fácil; es el espíritu más asequible y libre de prejuicios de La casa de La Galea. Comienza siendo un “bon-vivant” al que su tía-abuela Patricia y su hermano Koldo intentan recortar las alas, sin lograrlo. A su debido tiempo, advertido por su prima Christina, toma las riendas del negocio, pero le sale una piedra en el zapato: su amigo de correrías Mikel Rekalde, cínico hijo de proletarios, mal visto por el resto de los Garamendi, que para saldar sus deudas de juego y, de paso, aliviar su inconfesable envidia, roba en la casa de La Galea, inducido por una banda de traficantes de drogas del tres al cuarto, que le deja empantanado.
Jon Garamendi, para quien la amistad está por encima de todo, se compromete con el juez a reinsertarlo y le ofrece trabajo en su empresa para escándalo de todos. Rekalde, agradecido a su amigo, será quien descubra que la gran empresa familiar basa su éxito económico en el tráfico de armas encubierto desde tiempo inmemorial. Jon Garamendi se esforzará por deshacer el entramado.
Paralelamente, Jon se casa con Itziar Beristain, hija de la clase media bilbaína, de quien está profundamente enamorado y a quien ha dejado embarazada sin pretenderlo. De esta unión nacerá Leire, única continuadora de la saga. La familia Beristain supone un remanso entre la vorágine que sacude constantemente a los Garamendi. Pero Jon, incapaz de cumplir con sus deberes familiares a causa del trabajo que le absorbe por completo, termina siendo abandonado por Itziar. Sólo al final, para llenar un hueco, Jon establece una relación con Alicia Ortuondo, de manera natural, sin truculencias, por el simple procedimiento de dejarse llevar; aunque no todos lo entienden así, sobre todo porque Alicia resulta mucho más “vistosa”, atrevida y vital que Itziar.
Koldo Garamendi es el otro gran resentido de esta historia. Asqueado de su eterno papel de segundón, poco favorecido por la naturaleza, desde pequeño ha desarrollado estrategias para sobrevivir. Gran manipulador, archivador enfermizo, envidioso y ambicioso, carece de toda nobleza, en oposición a su hermano, aunque su oscuro papel queda explicado, que no justificado, por la falta de cariño y aceptación que siempre ha sufrido. Capaz de urdir retorcidos planes contra su propio hermano, no consigue conservar su estatus, al casarse con su secretaria, Isabel Larrea, una mujer repulsiva que le empuja constantemente a insistir en su proyectos rastreros. Consigue instalarse con ella en la casa de La Galea, pero su fracaso queda estrepitosamente marcado por la ausencia de hijos, con lo que esta rama se extinguirá de forma inevitable.
Leire Garamendi, única representante de la última generación, realiza un balance de tanta mezquindad. Decide organizar su vida desde un punto de vista práctico, lúdico y también cínico. Aparentemente, parece que rompe con todo lo anterior, aunque no puede evitar ser quien es y disponer de unos medios que otros no tienen.
Cuando parece que todo ha terminado porque se ha desmoronado el gran tinglado que sustentaba a la vieja burguesía, Jon Garamendi desaparece, llenando de inquietud a casi todos. Tres semanas después, su cuerpo aparece sin vida. Todo quiere indicar que es obra de la mafia y que el asunto está relacionado con el negocio de tráfico de armas que el muerto había intentado detener.
Esta eventualidad reúne a los principales implicados más algún comparsa, en torno a la lectura del testamento de Jon Garamendi. Cada uno espera salir beneficiado por encima de los demás, de una forma u otra. Pero el difunto ha sabido jugar astutamente su última baza. El relato regresa al comienzo, cerrándose el círculo. Ninguno de los presentes sabe ni puede librarse de sus limitaciones ni miserias; ninguno de ellos consigue ser feliz.
La historia no persigue mayores objetivos que los de representar una metáfora del estado de descomposición interna que afecta a un sector de una clase social muy concreta: la alta burguesía de Neguri y quienes de una u otra manera se relacionan con ella. Ningún personaje sale bienparado. Cada uno de ellos tiene razones para avergonzarse, debilidades más o menos inconfesables que ocultar, aunque el grado es muy variable. Tampoco pretende ser, como reacción, una loa de otros tipos de estatus. No encierra ningún mensaje en ese sentido, porque a cada capa social le corresponden sus propias lacras, aunque no todas se recojan aquí. La intención creo que ha quedado claramente reflejada al comienzo: se trata de la desmitificación de un mundo cerrado que se consideró superior en una época, por desconocimiento de quienes no pertenecíamos a él; un mundo al que el dinero no le fue suficiente para conservar sus privilegios ni para sobrevivir, porque ningún grupo social se basta a sí mismo ni puede progresar en solitario, sino en armonía o en oposición a los demás, según los casos.
Pero en el relato he tratado de reflejar una mirada sin acritud, desde la distancia cronológica y espacial, con el poso que concede el tiempo a ciertas actitudes exaltadas de la juventud. Hoy en día, los “neguríticos” de ayer, bien han emigrado a otras latitudes, o bien se hallan ocultos en sus impenetrables agujeros, o bien se han diluido en clases sociales inferiores a su rango de antaño, como una forma de supervivencia. En una época en que incluso las casas reales mezclan su sangre con el pueblo para subsanar ciertas taras a las que les ha conducido la endogamia secular, también los “neguríticos” han optado por renovar su árbol genealógico dando cabida en su seno a ramas menos nobles, según su parecer: un método de saneamiento muy natural.
Queda todavía algún resabio en individuos aislados que se resisten a integrarse en la masa anónima del resto de los mortales, pero no dejan de constituir excepción y siempre despiertan en su entorno una reacción desdeñosa de menosprecio, al tiempo que el término “negurítico” se ha ido cargando semánticamente de connotaciones peyorativas.
Ojalá que esta recreación de una época se entienda como lo que es: una ficción con base real, sin personajes reconocibles bajo disfraces inexistentes, con un tono intrascendente y burlón que demuestre haber superado cierto grado de complejo de inferioridad que alguna vez quizá existió. Porque una de las facultades más excelsas de la literatura es su función terapéutica, siempre eficaz y mucho más gratificante que otras.
© ESTHER ZORROZUA., Berango, 2000
Hola:
Admirada Esther, si no sabías a tu llegada a la “uni” que los soldados de cristo eran los que cortaban el bacalao, tanto en dicho rancio claustro como en los confesionarios y mentideros de toda la ‘city’, es que no aún habías leído “El intruso”, del valenciano más universal… Por otro lado, despues de que han pasado nueve años (“hay que ver cómo nos pasa el tiempo”) acabo de releer “La casa…” y, aun a pesar de volver a cotejar que está académicamente bastante bien tecleada (sin más), e incluso bien estructurada, con una analepsis no difícil de seguir y todo, me sigue pareciendo un culebrón a la vasca cuyas peripecias me recuerdan a los manejos de Angela Channing y a otro que decían JR.Saludos muy cordilales