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Posts Tagged ‘Relato corto’

ENSAÑAMIENTO


Me perdí. Ya sé que cuesta creerlo. Soy un pointer y en mi historial figuran varios premios en la caza de liebre. Pero eso era antes. Ahora tengo quince años y unas cataratas como para cortar a cuchillo. Hace siglos que no me llevan al monte. Desde que perdí el olfato y las piezas empezaron a pasearse a mi lado con descaro, como si me retaran. Luego las imágenes se volvieron temblonas, como si estuvieran hechas de gelatina y, por último, una cortina gris vino a poner una frontera entre el mundo y yo. A partir de entonces, se limitan a mandarme cada tarde al parque con Guillermo. Supongo que sienten alguna responsabilidad y no quieren que además se me atrofie el esqueleto. Guille, a veces lleva una pelota y la arroja a una distancia media  para obligarme a hacer carreras cortas. Es una pelota roja de gomaespuma, que no pesa, así que no puede ir muy lejos, pero a menudo la pierdo de vista y es él quien tiene que ir a buscarla. Guille es un tío legal, de una paciencia infinita. Tenemos la misma edad, lo que significa que a él le queda toda una vida por delante y a mí se me acabó el futuro.

Ayer hicimos el mismo recorrido de siempre, de casa al parque; mientras jugábamos con la pelota, se acercó una chavalita. Sólo pude apreciar su perfil borroso, pero la voz me dio los demás datos. Guille la conocía, no sé de qué, pero la llamó por su nombre, Lucía. Se pusieron a hablar y supongo que se olvidaron de mí. Sentí sed. Recordaba que a no más de veinte pasos había una fuente con abrevadero de la que había bebido infinidad de veces. Un resto de sentido de orientación me llevó hasta allí y, tras unos lenguetazos golosos, me encontré mucho mejor. Pero al intentar volver, no sé qué me pasó: me perdí.

Pasó un tiempo. Esperé que Guille viniera a buscarme. Por fuerza tenía que verme, no me había alejado tanto. Empecé a moverme y a ladrar quedo. Supongo que no hacía más que girar en redondo. Ladré más fuerte, una señal de alarma intentando trasmitir el miedo intenso que empezaba a hacerse un hueco en mí. El gris de mi entorno se volvió plomizo, cada vez había menos luz. Entonces los oí: ladridos amenazantes, ladridos burlones que llegaban de distintas direcciones y se aproximaban peligrosamente.

Pronto me tuvieron cercado. Serían tres o cuatro. Ladraban con saña. Me paré en seco y agucé el oído. Ladré con decisión, intentando ocultar el miedo, pero yo mismo no estaba convencido y debí de delatarme. No hizo falta más. Se abalanzaron contra mí de manera encarnizada. Noté la primera dentellada en el cuello, luego en la entrepierna, después no supe distinguir. Me atacaron con una crueldad y una fiereza gratuitas. Sólo porque me reconocieron como el débil de la especie. Todo ocurrió muy rápido. No quedó de mí más que el resto lacerado de un pointer ganador de muchos premios.

Antes de que el plomo se volviera negro profundo, alcancé a oír la voz asustada de Guille llamándome, “¡Thor!, ¡Thor!” No fui capaz de emitir ni un quejido. La noche lo disolvió todo.

© E.Z., 21 febrero 2010

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Nacieron conociéndose y siempre habían mantenido entre ellos una actitud de atracción y rechazo en proporción semejante. Su historia se escribió mucho antes de que se rodara la película homónima del director Carlo Verdone (2007) y de que se grabara el álbum del mismo título con canciones de Fito Páez y Joaquín Sabina (2008); además, el entramado de sus vidas resultaba mucho más complejo que el argumento de la peli o las letras del cedé.

 Elías y Tino nacieron en un pueblo de la Castilla profunda, uno de esos lugares que parecen habitar un mundo paralelo, con sus propias leyes y costumbres, con sus arquetipos atemporales, totalmente desconectados de la realidad que a la mayoría del vulgo nos sirve como telón de fondo y en la que nos reconocemos como parte de un todo más o menos coherente.

 Sin embargo, algo marcó la diferencia desde el principio: Elías era el hijo único del sacristán, un tipo algo tortuoso, forastero,  que contaba que había sido seminarista en Salamanca; Tino formaba parte de la prole numerosa del herrero del pueblo, un sujeto primitivo, surgido de la misma llanura, cuyas raíces en el lugar eran al menos tan antiguas como la semilla del primer cereal que creció mirando al cielo limpio y frío de la meseta. Con lo difícil que es evitarse en un pueblo pequeño, nunca jugaron juntos de niños, pero se hicieron mozos midiéndose en la distancia, seguramente echando de menos cada uno lo que el otro tenía. Elías, el lado salvaje y montaraz, la imagen de fuerza de la naturaleza que representaba el hijo del herrero. Tino, algo que él nunca supo poner en palabras, pero que tenía que ver con la capacidad de entender y ordenar el entorno. Claro que cada uno podía vivir con ese vacío sin llenar, pero lo acusaban como una herida abierta que a nadie confesarían jamás ni siquiera bajo tortura.

 La vida los separó en plena adolescencia. Elías se fue a la capital para continuar sus estudios y, siguiendo su pauta de carretera sin curvas y sin desvíos, continuó hasta el final. No tenía ninguna curiosidad científica. Era de esas mentes que creían que todo estaba ya inventado y que cualquier mundo pasado fue mejor, en especial, el grecolatino. Su propio destino le llevó a licenciarse en lenguas clásicas. Con toda probabilidad, no pensó mucho en Tino ni en el pueblo durante todo ese tiempo, aquel Tino que se había quedado atrás, perdido en el tiempo alternativo, sin oficio cierto, sobreviviendo a base de la caza furtiva y esquivando a los forestales cada vez que cobraba una pieza.

 Pero algo debió de pasar, algo que Tino prefería silenciar y Elías no saber. O se cansó de cazar,  o alguna de las escaramuzas se complicó demasiado y tuvo que salir huyendo. Y Tino apareció en Madrid. La capital era ya entonces muy grande y populosa. De haberse buscado, hubiesen tenido problemas para encontrarse. Pero la casualidad o el capricho hicieron que sus hilos se cruzaran en aquel laberinto. Fue un contacto breve. Elías, madrugador y sereno, preparaba las cátedras de latín. Tino, borracho como una cuba, trabajaba a ratos en el Matadero Municipal despiezando la carne que después se repartía por los mercados. Fue un encuentro fugaz en un amanecer helado. Luego, nada. Tal vez cada uno rebobinó su propia película, aunque nadie conoció sus conclusiones.

 Elías obtuvo la cátedra de latín y un destino en Bilbao. No es fácil que pasen estas cosas, pero Tino apareció años más tarde en Bilbao, ejerciendo de enterrador, un oficio inquietante y escabroso que de forma rocambolesca volvía a atarlo a la tierra. Para entonces, Elías era ya bibliotecario en la Biblioteca Central y Tino había leído por lo menos a Julio Verne, porque ahora se hacía llamar Nemo. Era un vínculo que comenzó siendo frágil, pero también lo es la tela de una araña y, según la canción popular, en ocasiones ha servido para columpiar a un montón de elefantes. Así, el préstamo de libros se convirtió en la excusa perfecta para acercar aquellas dos voluntades condenadas a no entenderse. La rigidez moral de Elías, su meticulosidad y sentido del orden, su obsesión por la limpieza no hallaban encaje  en el desaliño y la dejadez, en la relajación de costumbres y en la búsqueda compulsiva y desordenada de placer que gobernaban la cotidianeidad de Nemo.

 Su relación se mantuvo siempre privada, con un punto de perversión sadomaso. Se reunían para discutir sin importar demasiado el tema, sabiendo de antemano que no alcanzarían acuerdo porque no compartían punto de salida ni destino, incluso aprovechaban las estaciones intermedias para echar unos pulsos. No importaba: era lo más cerca que podían estar de aquella atracción que los había estigmatizado desde la infancia, de aquel observarse desde la distancia deseando con vehemencia lo que al uno le había sido negado y el otro poseía. Estaban sentenciados a vivir como siameses que se odian y que, al infligir un castigo a su otra mitad,  han de sufrirlo a la vez en su propia carne.

 

 

© E. Z., 22 enero 2010

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Eran las nueve de la mañana del sábado cuando sonó el timbre de la puerta. Gerardo y los niños habían ido a esquiar para todo el fin de semana. Había costado convencerles, pero los pronósticos de las estaciones eran buenos. A saber cuándo se volvía a presentar una ocasión semejante y había que rentabilizar los equipos que habían costado un dineral. No, ella no podía ir; el esguince de tobillo reciente no estaba del todo curado, pero era una pena que no lo aprovechasen los demás. Irene había decidido dormir hasta tarde y quedar para comer con  Alicia. Ese timbrazo intempestivo le exasperó. Con los esfuerzos que le había supuesto conseguir esos dos días para ella sola.

 Retiró el edredón que conservaba el calor de su cuerpo y el aturdimiento del sueño, se levantó a disgusto, se puso las zapatillas y la bata y acudió a la puerta. Llevaba su peor cara, dispuesta a proferir cualquier improperio a quien osaba molestarla tan temprano. Más valía que hubiera una buena razón para ello. Descorrió el pasador y dio dos vueltas a la llave en sentido inverso para poder abrir la puerta. Al hacerlo, comprobó tres cosas: que no había nadie esperando, que durante la noche había caído una capa de nieve de unos diez centímetros y que alguien había hollado aquella alfombra purísima  con unas huellas de adulto, talla 44 ó 45, que se dirigían hacia la puerta, pero que no existían las de retorno.

 Se cerró el cuello de la bata aprisionándolo con una mano y se asomó al jardín  sin sacar los pies del felpudo. No había señales de nada vivo. Hacía un frío del carajo. El sol se empeñaba en mostrar su mejor aspecto, pero sólo enviaba chorros de aire gélido. No obstante, el paisaje estaba deslumbrante con esa capa inusual y ese silencio blanco, como si el fluir del tiempo se hubiera alterado y el mundo hubiese entrado en otra dimensión. Pero las huellas continuaban allí, en una sola dirección. Eso le preocupó.

 Entró en casa y cerró la puerta. Se dirigió al salón y levantó la persiana del ventanal que daba al jardín posterior para comprobar si alguien se había colado hasta allí rodeando el edificio. Sólo vio los frutales hibernando bajo el merengue blanco y escuchó el mismo silencio de antes. Uno de los arbustos de boj próximos a la tapia de la izquierda  sufrió un súbito temblor y de su interior emergió un estornino pinto, que saltó al suelo y se fue correteando sobre la nieve hasta que se perdió de vista. Luego, nada. Pero aquellas huellas ante su puerta le seguían inquietando. Un escalofrío recorrió su columna como si un tren de mercancías inaugurase nueva ruta mientras Irene continuaba mirando el jardín dormido bajo la manta blanca. Tenía que comprobar la caldera, no era normal que sintiese tanto frío.

 En ese momento sonó el teléfono. Casi sintió un alivio. Alguien deseaba hablar con ella. Le comentaría el incidente y le hallarían una explicación razonable. Se acercó a la mesita y descolgó:

      –       Dígame.

      –       No me busques más. Hace rato que estoy dentro.

 

© E.Z., 10 enero 2010

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VUELO DE ALTURA


Adela llevaba más de una hora esperando a Javier. Espérame en casa, pasaré a buscarte a las siete y media, le había dicho. Esa tarde iban a ir juntos e elegir el panteón. Javier era un clásico y un sentimental, quería que descansaran juntos para siempre uno al lado del otro. Pero Javier se retrasaba. Le había dicho a Adela que esa tarde tenía que cerrar un asunto con un cliente importante. Adela se estaba poniendo nerviosa. Se había vestido de forma sobria, con el traje sastre y la camisa malva, y se había sentado a esperar en el sofá, pero había cambiado de postura tantas veces, que tenía la sensación de que la ropa se le estaba arrugando, que toda ella iba perdiendo la prestancia de la última vez que se miró al espejo.

Entonces, sonó el teléfono. Respondió al segundo timbrazo, segura de que sería él. Pero no. La voz de una mujer desconocida le dio el aviso de que Javier estaba en la cafetería del Hotel Sheraton. No aclaró si esperando a Adela o dedicado a cualquier otra actividad.

Adela colgó confusa, se estiró la falda y las mangas de la chaqueta, se colocó bien el cuello de la camisa, se inspeccionó las medias, se retocó el maquillaje, se recompuso entera, tomó el bolso y salió en dirección al Sheraton. No era más que un paseo de quince minutos. En la calle sintió un frío repentino y un exceso de risas en la gente que se cruzaba con ella. ¿Se estaban riendo a su costa? Era absurdo. Se trataba de perfectos desconocidos.

Cuando entró en la cafetería, paseó su mirada sobre los clientes en una rápida ojeada de reconocimiento. Javier no estaba allí. Preguntó si el establecimiento disponía de otras cafeterías, si habían dejado algún mensaje para ella. El camarero lo negó todo con un encogimiento de hombros mezcla de no sé y tampoco me importa.

Miró en recepción, en el bar inglés, en el salón de exposiciones que exhibía una muestra excepcional de Turner, con sus veladuras tan personales e inconfundibles. Le hubiera gustado detenerse más tiempo: era uno de los pintores que más apelaba a su sensibilidad, pero tenía que encontrar a Javier. En esos momentos era su prioridad. Tomó el ascensor con paredes de cristal que asciende desde la cascada de agua de la planta baja hasta el último piso igual que si el pasajero, inmerso en una selva de diseño,  trepase sujeto a una liana, y descendió luego, deteniéndose en cada planta. ¿Por qué lo buscaba allí? ¿Qué pensaba? ¿Qué sospechaba? No sabría decir. Pero no había rastro de Javier.

Regresó a casa derrotada, enredada en sus dudas, perpleja y ansiosa. Al entrar en el salón, comprobó que había dejado la luz encendida. Se descalzó sobre la alfombra, tiró el bolso sobre el sofá y se acercó a la ventana. Separó un poco el visillo. Desde el octavo piso del ático que compartía con Javier, los coches se veían diminutos sobre la calzada y los peatones parecían réplicas enanas de los muñecos de PlayMobil. ¿Por qué se le ocurrían esa clase de asociaciones?

Entonces vio a Javier que pasaba volando a la altura del séptimo, con los brazos abiertos en cruz y las piernas muy juntas, como esos ultraligeros que a veces había visto manejar por control remoto sobre los acantilados de Azkorri. Adela no lo dudó. Abrió la ventana y se arrojó con decisión, convencida de ir a alcanzarlo, ordenando en su mente todas las preguntas que tenía que hacerle, cuyas respuestas necesitaba de forma acuciante.

© Esther Zorrozua, 30 nov. 09

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“Cuentan que la hermosa hada Lavandula, rubia con ojos azules, nació entre las lavandas salvajes de la montaña de Lure. Un día que iba buscando un lugar para quedarse mientras recorría su cuaderno de paisajes, se paró ante la página de la Provenza y se puso a llorar al ver los pobres terrenos incultos y resultó que lágrimas color lavanda mancharon la página abierta. Al intentar tapar su torpeza, el hada secó sus ojos azules pero no pudo evitar que finas gotitas se desparramaron sobre la página. Desesperada, sobrepuso un gran lienzo de cielo azul sobre esta Provenza para olvidar de una vez todas esas manchas Desde aquel día la lavanda crece en estos terrenos y las jovencitas rubias de esta región tienen en sus ojos azules lentejuelas irisadas de color malva lavanda, sobre todo cuando en una tarde veraniega, miran al cielo metálico cayendo sobre los campos de lavanda en flor.”

No recordaba quién había elegido como destino el sureste de Francia. Hacía varios meses que estaban distanciados. Nada de gritos y escenas. Todo muy civilizado. Bastaba con evitarse en la cocina, en el baño, en el salón… En la cama era un poco más complicado, pero de forma tácita, habían acordado dormir dándose la espalda y arrimándose mucho cada uno a su extremo de la cama con el riesgo de terminar a mitad de la noche sobre la alfombra, de forma que entre sus cuerpos quedara un campo de batalla despoblado de guerreros, pero cuya presencia les recordaba que la mecha podía encenderse en cualquier momento. Tanto Ricardo como Elena luchaban por no ser el primero que desertara recurriendo al sofá. Lo consideraban un dramatismo innecesario, pero también lo temían como tal vez un camino sin retorno. Ambos eran demasiado parecidos; ambos eran también inteligentes. Estiraron la cuerda hasta que empezó a adelgazarse demasiado y, antes del chasquido final, una tarde se sentaron a parlamentar en el salón, en butacas enfrentadas, con la mesita baja de cristal entre ellos, de igual a igual. Sobre la mesita, desparramadas como al descuido unas cuantas revistas de viajes.

—Es muy tópico —reconoció Ricardo—, pero podíamos hacer un viaje corto. A veces, las viejas fórmulas funcionan.

—Puede ser —admitió Elena—. Por otra parte, lo que nos está ocurriendo también es muy tópico.

Y así, civilizadamente, salieron el viernes después de comer con dirección norte. Las primeras horas se hicieron duras. Hay silencios que arropan y hay silencios que pesan como si uno arrastrase atado al tobillo por un grillete el lastre de varias vidas. Hicieron la primera parada en Perpignan, en una plaza vestida por hileras de frondosos plátanos, con sus hojas grandes y generosas como manos abiertas, pródigas en sombra fresca. Varios negocios de hostelería se abrían sobre la plaza en agradables terrazas que invitaban a sentarse. Era ese momento del día en que la tarde ha derrochado todos sus dones y, con cierta pereza, empieza a darse por vencida. Se había levantado una brisa leve como un céfiro blando. Quedaba una mesa libre bajo un toldo que anunciaba Pernod.

—¿Nos sentamos? —se sentaron. El rumor de las voces, la tibieza del aire, la falta de apremio a corto plazo, casi les obligó a cruzar una sonrisa. Suficiente para que ambos destensaran un poco el rigor de sus cuerpos. Pidieron un agua mineral y un té helado. Tenían que seguir conduciendo.

—Podemos hacer noche en Montpellier o, si no hay demasiado tráfico, quizá llegar hasta Avignon —comentó Elena, siguiendo la ruta sobre el mapa con el dedo.

—Me parece bien —concedió Ricardo, mientras desde su posición de sentado, ensayaba unos movimientos rotatorios de los hombres para tonificar las cervicales.

—¿Estás muy cansado? Puedo conducir yo el siguiente tramo.

—No, voy bien. Si me noto entumecido, te avisaré y haremos el cambio —cosa rara, volvieron a sonreírse por segunda vez en poco tiempo. Ellos mismos parecieron asombrarse.

Otra vez en ruta, llegaron a Montpellier antes de lo previsto y la sobrepasaron a esa hora en que el gris y el violeta van pintando de sombras la carretera y cuanto escapa al haz de luz de los focos del coche. Cruzaron algunos comentarios breves sobre el paisaje, tomaron alguna decisión cartográfica puntual y en el momento en que la noche se adueñaba de campos y senderos, entraron en la Ciudad de los Papas. El perfil del viejo castillo se recortaba en el cielo como un  mastodonte ambivalente. Avignon era una plaza tranquila pero alegre, con abundante oferta turística. Encontraron alojamiento con facilidad en un pequeño hotelito de sabor local, de esos con olor a cera en los muebles y con muchas telas de cuadros en colores vistosos, que le hacen pensar a uno que se encuentra en la granja de sus abuelos. Les ofrecieron una cena tardía y una habitación con dos camas en las que por fin pudieron relajarse y olvidar la obsesión de que no debían tocarse. En distintos momentos de la noche, se despertaron los dos con la sensación de un vacío, el de la ausencia de cuerpo que abrazar.

A la mañana siguiente ya se miraban con el deseo de saltar la alambrada virtual que los separaba, como a dos refugiados en territorios enemigos. Fueron capaces de intercambiar frases amables, de bromear incluso, camino de Arlés. Fue en las inmediaciones de la ciudad que acogió a Van Gogh en sus peores momentos cuando una impresión súbita les obligó a detenerse. Ante ellos, a ambos lados de la carretera acaba de surgir un mar azul de flores que peinaba el viento y un aroma conocido invadía el aire impregnándolo todo. Acababan de entrar en los campos de lavanda de la Provenza. Se apearon sin hablar y se adentraron despacio en la plantación. Aspiraron la fragancia durante un tiempo sintiendo cómo se iban aflojando todos los nudos, cómo el cerco que los mantenía divididos se difuminaba y descendía a ras de suelo hasta desaparecer, cómo una sensación tibia brotaba en el interior de cada uno para acercarlos.

¡Cuánta belleza! ¡Qué esplendor! Era inevitable abrazarse, fundirse en uno solo, salvar los obstáculos superfluos, olvidando insignificancias y futesas para dejarse llevar por aquel viaje de los sentidos que terminaba precisamente en aquel punto, en medio de los campos de lavanda, embriagados por el aroma que los había reunido. ¡Era tan hermoso poder disfrutar juntos del espectáculo y habían arriesgado tanto…!

 

© Esther Zorrozua. 15 nov. 09

 

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Bastará decir que me llamo Félix y que ayer maté a Inclemente. Nuestra convivencia se había vuelto muy engorrosa. Va para tres años que vivo en la calle. Lo que ocurrió antes, carece de interés. Mi segunda vida, la única que tengo ahora, empezó el 13 de enero de 2008. El cometa Halley acababa de cruzar el cielo y yo lo tomé como una señal.

 

Esa mañana salí de casa para no regresar. Cualquier analista de lo cotidiano me hubiera indicado que la parte más cruda del invierno no era época apropiada para abandonar las comodidades del hogar. Pero donde yo vivía ni era hogar ni disponía de comodidades, así que el esfuerzo se hizo más liviano. No me llevé nada. Entrenarme para la supervivencia había sido mi objetivo en los últimos meses.

 

Al pisar la acera, noté cómo el pecho se me henchía en una mezcla de satisfacción y temblor. Aquello me atraía y me asustaba a partes iguales. Eché a andar y empecé a silbar hacia dentro para ahuyentar la sombra oscura que se empeñaba en tapar el sol, como un pájaro enorme que batiera alas frente a mí advirtiéndome de que no estaba siendo sensato ni razonable. Bueno, a veces uno no puede permitirse el lujo de serlo.

 

Callejeé atento a todo aquello que desde la seguridad de una vida de mantenido ni siquiera se percibe: olores nuevos, roces distintos, imágenes insólitas. Un niño con pantalón corto y visera escocesa que señala al cielo con su índice vendado, que se siente protagonista y héroe porque ha metido el dedo en un enchufe para hurgar entre la carrera alocada de voltios que circulan por aquellos subterráneos oscuros. Una paloma torcaz que exhibe su plumón, hinchada como una nube gris que anuncia tormenta, poderosa y dictadora entre sus primas menores, ésas cuyo único mérito consiste en rebozar con una capa blanca de ácido las gárgolas de las catedrales. El untuoso aroma de una churrería fulgurante de luces que trataba de atraer la atención de los viandantes con una versión estridente de Pakito el Chokolatero en ese momento de la hora violeta en que los objetos pierden sus perfiles para fundirse con la noche… Me sentí libre y pleno de sensaciones, y empecé a valorar el ejercicio de mi total albedrío, ese no tener que hacer el caldo gordo a nadie. Me dejé llevar…

 

Esa primera noche, encontré un lugar apropiado para dormir bajo el alero de un kiosko de música, al socaire de las corrientes arrebatosas. La ciudad era pródiga en recovecos y meandros que ofrecían una hospitalidad de lujo, albergues y refugios que permanecen invisibles cuando no se los busca. Esa noche me gradué y a la mañana siguiente amanecí como doctor laureado en las lides de supervivencia. Luego, ya no hubo fechas ni estaciones. Alimentarse pasó de ser una preocupación a convertirse en un entretenimiento. Los contenedores de basura y sus aledaños son auténticas cuevas de tesoros. La gente tira de todo sin discriminar, haciendo ostentación de aquello de lo que se desprende. He visto a damas enjoyadas portando con remilgo cajas llenas de ostras de Arcachon, esperar junto al punto de recogida hasta que pasase alguien que fuera testigo de tamaño desatino, sólo por darse el gustazo de ser vista, sólo por provocar una reacción escandalizada.

 

Sabiendo cubiertos los problemas de intendencia, me moví mucho. Trabé infinidad de relaciones y, aunque con nadie llegué a intimar, jamás fui tampoco origen de conflictos. Hasta que, cuando ya llevaba largo tiempo instalado en la base de la fuente de los tritones, en aquella especie de hornacina, capricho del constructor excavado en la roca, una espelunca rumorosa y cálida que mecía mis sueños en música de agua, apareció Inclemente surgido de la nada. Lo encontré avecinado a mi cuerpo, casi fundido conmigo, a la hora nacarada del alba, en ese instante en que el aire se queda quieto, como dudando si dar paso al nuevo día o eternizar esa burbuja de tiempo que supone la esencia más pura de la belleza.

 

Inclemente era un gato atigrado sin raza y, con el tiempo, demostró pertenecer  al prototipo de felino callejero que cumplía con todos los rasgos del perfil más refractario: sucio, maloliente, egoísta, arisco e insensible. Me dio a entender, entre maullidos que conmoverían a las piedras, que arrastraba una funesta trayectoria cuyos detalles prefería no explicitar y que nada le vendría mejor que compartir mi guarida en calidad de pabellón de reposo mientras recuperaba fuerzas para continuar con su azarosa vida. Me enterneció su pelambre estropajosa, su engañosa estampa de estudiado desvalimiento. Y lo acogí en mi gruta. Ojalá nunca lo hubiera hecho.

 

Me había acostumbrado a recibir cada nuevo día encaramado sobre el borde de la  fuente, contemplando cómo la luz naciente iba dibujando los perfiles de los tritones sobre el fondo de la foresta, cómo el surtidor trazaba su curva de agua muy por encima de mí, cómo los nenúfares se desperezaban y desmelenaban sobre la superficie mojada, presos aún de los últimos retazos de sus sueños de flor y cómo la superficie de cristal todavía sin estrenar por los primeros rayos de sol me devolvía mi imagen nítida y bruñida. Era la primera impresión que recibía cada mañana, la dosis necesaria de autoestima para encarar una existencia en la que la balanza que equilibraba libertad y soledad podía escorarse en cualquier momento. Era un momento de intimidad inquebrantable.

 

Se lo expliqué a Inclemente. Él, que según indicaba, había sido azotado por el destino, debiera haberlo entendido. Se lo planteé como una especie de contraprestación. Era justo: yo te doy, tú me das. Pero ya la primera mañana se colocó junto a mí sobre la balaustrada y empezó a bailar el agua rompiendo la imagen de ese primer temblor del día, quebrando mi reflejo sobre el estanque y arrancando con sus garras crueles uno de los nenúfares todavía dormidos, el único que tenía a su alcance, como quien descabeza a un inocente.

 

Algo que creía olvidado brotó en mí. Noté cómo se me erizaba el lomo y un calor ingobernable ascendía desde las vísceras hasta lo más alto de mis enhiestas orejas. Tuve la sensación de que toda mi musculatura estaba a punto de estallar bajo mi pelaje color de ámbar y, sin poder contener mi furia, me lancé sobre Inclemente dispuesto a una guerra sin cuartel. Aunque no vio venir el ataque, él estaba versado en tretas callejeras y me plantó cara con audacia. Nos enzarzamos. Yo tenía más envergadura, pero él era más ágil. Lo apresé por la garganta con mi garra derecha, pero no se rindió. Con un movimiento imposible de una de sus patas traseras, me rasgó el vientre en un zarpazo certero de abajo arriba. Volaron pelos, se oyeron maullidos. Siguieron escaramuzas sobre el anillo que servía de brocal a la fuente. Corría la sangre y estaba a punto de llegar al agua. Ninguno de los dos estaba dispuesto a conceder una tregua. Conseguí alcanzar de lleno uno de sus ojos, ovalado y verde como una aceituna. Se debatió, pero el descalabro en el segundo ojo lo dejó ciego y a mi merced. No fue difícil acabar con él. Cayó desmadejado, como un pellejo que se hubiera quedado vacío de huesos. Yo, herido de muerte también, me tendí sobre la balaustrada, sofocado por la falta de aire en mis pulmones, resignado a esperar el final inevitable. La última imagen que iluminó mi retina fue la del nenúfar más hermoso desperezándose y desmelenándose en el centro de la fuente, junto a uno de los tritones, amigando su rosa nacarado de la primera luz con el gris azulado de la piedra. Luego, todo se volvió oscuro.

 

© E.Z., 3 noviembre 09

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Inspeccionábamos la marisma para estudiar la colonia de patos salvajes que había empezado a disminuir de forma alarmante y sin explicación, cuando a punto estuve de pisarlo sin querer. El orfidal estaba acurrucado entre los juncos, plácidamente dormido, casi al borde del agua, quizá huyendo del calor que agostaba el paisaje y encendía el aire en vapores sofocantes. Tal vez porque buscábamos patos, al principio, cuando sólo percibí el bulto, antes de fijarme bien, creí que era uno de ellos. Pero en cuanto le eché la vista encima, vi que era mucho más grande y que no era animal de pluma, sino de pelo.

 

Me costó identificarlo, porque no son ejemplares muy comunes y porque, de alguna forma, estaba fuera de su sitio. Se encontraba hecho un ovillo, con la pelambre gris completamente húmeda, como si se hubiese dado un baño antes de echarse a dormir, las diminutas orejas bien pegadas a la cabeza, el hocico entre las patas de largas uñas rastreadoras y la cola, casi negra, muy larga y poblada, girada en arco hacia arriba. Me extrañó que no le despertara el ruido de mis pasos. O era un bicho muy confiado, o se estaba pegando la sobada de su vida. Por su posición, era imposible saber si se trataba de un macho o una hembra.

 

No fue difícil echarle una de las redes que llevaba para capturar patos y cargarlo hasta la parte trasera de la camioneta. Ni siquiera se inmutó. Con unos pocos movimientos, se acomodó a su nuevo emplazamiento y continuó descansando imperturbable. Era un macho. Lo supe por la comprobación visual y porque ninguna hembra de ninguna especie es capaz de desentenderse así de su entorno, a pesar de los zarandeos. Además, era un macho joven, falto de experiencia, carente aún de las alertas necesarias para asegurar su supervivencia. Sentí una envidia extraordinaria. Últimamente, sufría episodios de insomnio y alcanzar la placidez de aquel espécimen que ahora tenía ante mí era el objetivo que perseguía cada noche, cuando metida en la cama, apagaba la luz y el sueño no acudía hasta avanzada la madrugada.

 

Me quedé contemplándolo, mientras pensaba que algo no cuadraba. El orfidal era un animal de montaña, bien adaptado el frío gracias a su cuerpo rechoncho, denso pelo, orejas reducidas y gran cola, que hibernaba cada año en su madriguera. ¿Qué hacía en plena canícula en medio de una marisma? Tal vez el cambio climático que el primo de Rajoy se empeñaba en negar estaba desorientando a los seres de la naturaleza más de lo que creíamos.

 

No iba a quedarme con la duda, así que me lo llevé a casa y lo instalé en el patio trasero, en la caseta de Koby, el dogo que murió de viejo, ciego y reumático, tras catorce años de formar parte de mi vida. El orfidal no hizo amago de moverse. Le dejé un cuenco con agua y, a falta de bellotas, un puñado de avellanas, a modo de aperitivo para cuando despertara.

 

Iba a verlo cada mañana, para comprobar que seguía en su lugar y durmiendo como un tronco, sin tocar el agua ni la comida. Se cumplía una semana y yo estaba en mi estudio, terminando el informe sobre los patos del humedal, cuando noté que algo tierno, blando y cálido se posaba sobre mis pies, emitiendo una especie de ronroneo muy agradable. Era el orfidal que venía a saludar. Fue en ese momento cuando nos presentamos formalmente.

 

Se había despertado de buen humor y no dejaba de hacer carantoñas. Parecía encontrarse a gusto, sin ninguna intención de regresar a su hábitat. Todos sus gestos indicaban un carácter sociable y comunicativo. Interpreté que quería quedarse. Tras la muerte de Koby, me había prometido no volver a tener una mascota, no quería nuevas dependencias afectivas de animales, pero el orfidal me miraba con aquellos ojitos dormilones de color caramelo, tan tiernos, que no me pude resistir y permití que llenara el hueco que el viejo dogo había dejado.

 

Ya esa misma noche, el orfidal me siguió hasta la habitación y, cuando me acosté, se acomodó sobre mis pies. Iba contra mis principios permitirle semejantes libertades. Además, sabía que si lo hacía un día, luego no habría modo de variar su conducta. Me resigné. Esa noche dormí ocho horas seguidas, las mismas que mi nuevo amigo, algo que no ocurría hacía meses. Pensé que sería casualidad, pero lo mismo ocurrió a la noche siguiente y a la siguiente y a la siguiente. El orfidal se colocaba sobre mis pies y ambos caíamos a un tiempo en un sueño reparador. No me gustan las explicaciones insólitas, soy bióloga y creo en la ciencia, así que busqué un motivo racional. Mi insomnio de los últimos tiempos se debía a que los pies se me quedaban fríos por algún motivo. Desde que el orfidal dormía sobre ellos, yo también descansaba.

 

Fue un 4 de septiembre cuando, con una ceremonia sencilla, le impuse nombre y lo incorporé al árbol familiar. “Te llamaré Hotfeet”, le dije, “y te quedarás todo el tiempo que quieras a condición de que sigas durmiendo donde lo haces”. El orfidal lleva doce años a mis pies. No he vuelto a sufrir insomnio.

 

E.Z., 29 abril 09

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—Necesito una frustración de grado cinco para mi hijo —dijo, colocando sobre el mostrador de la parafarmacia la receta extendida por el especialista en emociones, esa nueva rama de la medicina que se ocupaba de tratar los cada vez más abundantes brotes de apatía. Era un hombre de mediana edad, bien vestido, pero caído de hombros, como si llevase sobre sí un gran peso.

 

—¿Lo quiere en gotas o en cápsulas?

 

—No sé… ¿Cómo actúa más rápido? Se trata de un caso urgente.

 

—Las gotas llegan antes al riego sanguíneo. Disponemos de tres variedades: con potenciador de fracaso, con estimulador de sentido de pérdida y unas que acabamos de recibir, de última generación, que añaden un complemento de desengaño, que va muy bien para combatir la autosatisfacción.

 

El hombre dudó. La dependienta, solícita, le pidió detalles sobre el caso.

 

—Tiene 25 años —explicó el cliente—, una salud envidiable, un cuerpo casi perfecto, un futuro prometedor, sin la más pequeña nube en el horizonte, y una chica estupenda que bebe los vientos por él. No le ha costado esfuerzo alguno conseguir todo eso, pero el caso es que se aburre como una marmota y me apena verle así. Su madre y yo siempre hemos podido satisfacer todos sus caprichos, pero ahora nos encontramos desorientados.

 

—Ya…, un  triunfador de libro. Pero ¿por qué no viene él mismo a buscar el remedio? Disponemos de un menú degustación de frustraciones. Podría ir probando hasta dar con la fórmula que más se ajuste a sus necesidades. La experiencia me dice que no hay dos clientes iguales.

 

—No sé si conseguiría convencerlo. Fíjese que incluso he tenido que ir en su lugar al médico, porque la apatía que lo invade es tal que no tenía fuerzas ni para vestirse.

 

—Sí, a veces caen en ese estado y es necesario que todos los de su entorno arremetan contra él para obligarlo a reaccionar —reconoció la dependienta. Era una mujer menuda, de mirada inteligente, con cicatrices en el rostro y en las manos, las marcas que la vida había ido dejando en ella—. Llévele las gotas y, si puede, anímele para que se pase por aquí.

 

Se miraron a los ojos y se entendieron sin palabras. El mundo había girado hasta volverse del revés. Se les había ido de las manos y, en parte, se sentían culpables.

 

Max y ella habían discutido mucho antes de dar el siguiente paso. La crisis iba camino de convertirse en endémica y las viejas reglas de mercado no funcionaban. Su tradición de comerciantes se perdía entre las telarañas del siglo XIX, cuando en los despachos de ultramarinos se podían encontrar desde cabos de vela hasta bacalao seco. Luego vino la especialización y después los grandes centros comerciales. Sobrevivieron a duras penas, enlazando una franquicia con otra. Pero ese modelo también se había agotado. Había días en que no entraban en su local más de dos personas. Era imprescindible aguzar el ingenio. En un modelo de sociedad en que casi bastaba pensar en algo para obtenerlo de inmediato sin apenas esfuerzo ¿qué se podía ofrecer que supusiera un aliciente? Repasaron una y otra vez las guías comerciales y las páginas amarillas, buscando inspiración. Todo lo que se les ocurría estaba inventado o pasado de moda. Hasta que se declaró la gran epidemia de éxtasis de autocomplacencia con la misma virulencia que el sida en los años ochenta. Primero atacó a los individuos de alto estatus, pero pronto se hizo extensiva a todos los sectores, incluso a los que recibían ayuda social. Y entonces lo vieron claro: sólo podía ser una tienda de frustraciones que contrarrestara la virulencia de la abulia que arremetía como la última peste del siglo XXI.

 

Buscaron un local bien situado y abrieron la parafarmacia especializada en frustraciones. Suponía un riesgo porque iban a ser pioneros en el ramo, pero el instinto les decía que apuntaban en la dirección correcta. Quemaron sus últimas naves en el proyecto. Investigaron los últimos avances de la farmacopea y se asesoraron en los mejores laboratorios. Su establecimiento se convirtió en un punto de referencia. Disponían de la mayor variedad imaginable de frustraciones en todos los formatos. En pocas semanas, incluso contarían con las primeras vacunas que iban a salir al mercado.

 

—No es más que una moda —se mostraba escéptico Max.

 

—Tal vez, pero tiene mucha demanda. Sólo has de fijarte en la caja que hacemos a diario.

 

—¿No sería más fácil cambiar las pautas de educación y aprender a decir que no algunas veces a esos pequeños monstruos? Con nosotros lo hicieron y no nos hemos contagiado de la epidemia.

 

—Imagino que se podría, sí, pero exigiría ir a contracorriente y el entorno puede mucho. Nosotros no hemos tenido hijos. No sabemos de verdad lo que supone. ¿Crees que lo hubiésemos conseguido? De momento, sólo podemos ayudar a paliar las consecuencias.

 

—Un día nos llegará un caso que no podremos acometer.

 

—La ciencia siempre termina por inventar un remedio, no te preocupes.

 

—Pero hay estados del alma que no deberían depender exclusivamente de la ciencia. Eso nos lleva a un materialismo absoluto. No me gusta la idea de tratar las emociones con pastillas.

 

—Eres un idealista, Max. Te niegas a aceptar el mundo como es, como lo hemos hecho. Todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en ello.

 

Max no supo qué responder. A su pesar, era cierto lo que su compañera le decía y prefirió afrontar la realidad con lucidez. No sabía de ningún remedio en los estantes de su tienda que pudiera aliviar su sensación de fracaso, eso que sus clientes pagaban por obtener. ¿Podía concebirse mayor paradoja?

 

 

E.Z., 29 marzo 09

 

 

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Tengo por costumbre abrir siempre la ventana de la cocina por el lado derecho y a veces pasan semanas sin que me ocupe de saber qué pasa en el otro extremo, en el lado izquierdo de la ventana. Es una ventana corredera, así que puedo ocuparme sólo del espacio que abro para que entre el aire ¿Por qué tenía que pasar algo en el lado izquierdo? No hay razón sensata, pero a menudo pasa. Yo sé que es así, aunque procuro ignorarlo. El otro día, como hago cada cierto tiempo, vencí la prevención o el rechazo o lo que demonios sea, y abrí el lado izquierdo. No me sorprendió encontrar una tela de araña, tupida y brillante, ocupando todo el ángulo inferior y extendiéndose por el alféizar con una perfección y minuciosidad fascinantes. Me quedé observándola con expectación. La tejedora no estaba a la vista, pero la adivinaba acechándome desde su escondrijo. Hacía tiempo que nos conocíamos y manteníamos una guerra sin cuartel. Yo le destruía la tela y ella abordaba la reconstrucción casi al instante. Había podido entreverla en un par de ocasiones. Era una araña violín de unos cuatro centímetros de envergadura, denominada así por el dibujo que llevaba en el dorso, uno de esos caprichos de la naturaleza que dan al traste con toda la milenaria artesanía de los humanos.

 

 Me enfundé un guante de goma y volví a repetir la operación de destrozo de su labor con un movimiento rápido. Alertada por el peligro, surgió de algún lugar invisible y saltó sobre el guante amarillo. Se sucedieron unos instantes eternos en que distinguí de forma nítida el dibujo del violín gris claro sobre su cuerpo gris oscuro, casi negro, al tiempo que yo sacudía la mano compulsivamente para librarme de ella. Pero el material de caucho del guante le servía al parecer para adherir sus patas llenas de pelos invisibles y mantener su ventaja sobre el elemento agresor. No sé cuánto duró el episodio, no fue mucho, pero se me hizo interminable. Al fin, cayó y la perdí de vista. Necesité algo más de tiempo para serenarme, cerrar ese lado de la ventana, lavar el guante de toda aquella adherencia pegajosa y sacármelo. Me observé despacio la mano por si hubiese conseguido atravesar de alguna forma la goma durante nuestra contienda. No vi nada extraño y, poco a poco, mi pulso fue volviendo a la normalidad.

 

Ésa es la razón por la que pasan semanas sin que abra ni mire ese lado de la ventana. Sufro de aracnofobia. Esos bichos provocan en mí un rechazo irracional desde que tengo memoria. Sé que es una de las fobias más extendidas, pero desconozco el motivo. He leído que las mordeduras de algunas, incluso de aspecto inocente (no hablo ya de la tarántulas) pueden ser letales. Así que hay una razón objetiva, pero en mi caso surge el pánico hasta si las veo en un documental. Como estos procesos no siguen ninguna lógica, al menos ninguna que yo pueda entender, me constaba que la araña violín que vivía en la ventana de mi cocina volvería a las andadas

 

Esa noche, cuando me acosté, en el momento en que apagué la luz, sentí un hormigueo en la mano derecha, la misma que, enfundada en el guante, había destruido por la tarde la tela de araña. Volví a dar al interruptor y me miré la mano. No había nada y el hormigueo cesó de repente. Apagué de nuevo y me fui quedando dormida. Entonces ocurrió.

 

Un ejército de arañas paracaidistas descendió sobre mi cama como una lluvia de piedras blandas, precipitándose suicidas colgadas de sus hilos de seda. Estaba oscuro, había apagado la luz, pero no la necesitaba para entender qué estaba sucediendo. Se lanzaban por miles, con las patas hacia arriba, haciendo una ostentación obscena de todos aquellos violines dibujados en sus dorsos, emitiendo alguna clase de ultrasonido que generaba un concierto infernal. Era la venganza de la ocupa que vivía en la ventana de mi cocina.

 

No era un sueño, porque no estaba dormida ni despierta. Era una suerte de experiencia en un mundo paralelo del que no podía escapar. No podía gritar, no me podía mover. Eso sucedió hará una semana, pero he quedado atrapada en esa irrealidad de la que sé que nunca voy a poder huir, mientras un flujo inagotable de arañas violín caen sobre mi cama y su contacto frío y pegajoso me produce espasmos y dentera en estado puro, sin defensa posible y para siempre.

 

 

E.Z. 19 marzo 09

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Adaptación del cuento de Helena Ramírez:

 

“Esta canción os la contaré como me la contó mi madre,

y a ella su madre y la madre de su madre, hasta la primera

mujer que desveló esta verdad, porque es una historia de mujeres

que los hombres ya no quieren oír, aunque a los niños

aún se les cuenta en la cuna, como una nana,

la nana de las Estrellas que Brillan en el Cielo”.

 

 

 

Hace mucho tiempo, cuando los Dioses aún moraban entre los Hombres de la Noche, cuando los Niños del Sol pisaron por primera vez el mundo y el cielo nocturno era oscuro y yermo, la Luna de Plata lloraba sola en el negro vacío, porque su amante el Sol de Fuego le había hecho daño. El joven rey del cielo matinal se creía por encima de ella y se reía de su inferioridad, porque los dioses la habían condenado a seguirle eternamente, a ser un reflejo de su brillante luz y a ser su reina sometida.

 

La Luna recordaba los días felices en que los Hombres de la Noche los reverenciaban por igual, pues eran las luces que les guiaban y guardaban de la Oscuridad Sin Fin, cuando ambos se amaban sinceramente y no había orgullo en los ojos dorados del Sol. Pero entonces llegaron los Niños de la Mañana, fuertes y arrogantes, crecidos a la luz del astro rey; poco a poco sometieron a los Hijos de la Noche y amaron por encima de todo al Sol, que les daba calor y vida, que les daba luz brillante y abundancia, y dieron la espalda a la Luna, porque detestaban la noche oscura plagada de amenazas y, temerosos, se resguardaban en sus moradas esperando que llegase el nuevo día, cantando sus alabanzas al Sol en cada amanecer. Y él, sonriente, los escuchaba. Y comenzó a amarlos más que a nada, porque henchían su ego domeñando la tierra en su nombre. Y empezó a mirar desdeñoso a su amante, pues sus Niños la ignoraban.

 

Y así llegó el día en  que ya no hubo amor entre el Sol y la Luna, aunque ambos estaban condenados a compartir el cielo. La Luna lloraba cada vez que las hirientes palabras del Sol rozaban su espíritu, y parecía que nadie, inmortal o humano, escuchara sus lamentos.

 

Una noche de verano, la Luna lloraba sus penas sobre una colina tapizada de fragante vegetación. Sus lágrimas parecían inconsolables y se derramaban sobre la tierra creando arroyuelos de luz de plata fundida, cuando le llegaron las palabras de consuelo de una mujer de cabellos oscuros: “No llores más por quien no ha sabido merecerte”, le dijo, “si te hiere es porque tiene miedo de la verdad, pues sin ti la Oscuridad Sin Fin nos atraparía a todos. Pero aún hay quien te ama en esta tierra”.

 

Luego, la mujer se perdió entre las sombras. La Luna quiso seguirla, pero como no podía pisar el suelo mortal, tomó forma humana. Dejó vacío el cielo para trasformarse en una figura esbelta de piel blanca, brillantes cabellos plateados y ojos de un gris azulado, profundos, sabios e intemporales.

 

Era ya el séptimo día de su búsqueda y temía no encontrar a la mujer, cuando sus pasos la llevaron a un bosque profundo y fresco, donde ni siquiera el arrogante sol conseguía disipar todas las sombras; allí se sintió cómoda y recuperó el ánimo. Siguió andando. Su corazón exultó de felicidad cuando, en un claro entre los árboles, descubrió a los Niños de la Noche, con sus facciones suaves, sus voces amables y los ojos grises y azulados. Hacía tiempo que los creía desaparecidos para siempre, pero aún quedaban allí los antiguos moradores, hermanos amados de tiempos mejores. Entre ellos se encontraba también la mujer de los cabellos oscuros, nacida de una Hija de la Noche y de un Niño del Sol, en contra de los códigos establecidos, pero fruto del amor. Nadie lo entendió, sin embargo, y tuvieron que huir. “No sé cuánto tiempo huyeron de aquellos que no querían comprender que hay cosas más fuertes que el odio irracional”, se dolió. “Yo vine al mundo en el camino, durante el crepúsculo, cuando el Sol se va para que llegues tú, y para la gente de mi padre fui la peor de las abominaciones, pues por mis venas corre la sangre de dos pueblos, según ellos, uno superior y otro sometido, pero jamás unidos. Sus padres terminaron por morir en la aventura, y ella quedó sola y dividida.

 

La Luna adivinó las lágrimas en los ojos de la mujer y la abrazó mientras la noche se iba cerniendo sobre el mundo, envolviéndolas en profundas sombras, bajo la mirada cómplice del bosque. Luego, la Luna y la mujer de oscuros cabellos hablaron largo rato, de ellas, de las cosas que les inquietaban… No obstante, la oscuridad de la noche le recordó a la Luna que debía regresar a su lugar para ahuyentar a la Oscuridad Sin Fin. “Pero tal vez vuelva”, anunció, “aquí, a tu lado, me siento como antes de los días de los Niños del Sol”. Se despidieron con un beso en la mejilla. La Luna se llevó los dedos allí donde los labios de la mujer habían rozado su piel y poco a poco, recuperó su forma celeste para volver al cielo oscuro e iluminar levemente la noche con su luz.

 

Los días se sucedieron y a la Luna se le hicieron largos en la noche vacía. Cuando quedaba una semana para que terminara el ciclo de las Luces Estivales, tomó forma humana y volvió a visitar la aldea, donde se encontró con la mujer de oscuros cabellos. Pasaron juntas aquella semana, caminando entre las sombras profundas del fragante bosque, contándose los secretos más recónditos de sus almas, hasta que la última noche antes que la Luna volviera a su camino en el cielo, se hicieron una promesa. “Volveré a verte una semana antes de que acabe el ciclo, siempre”, dijo la Luna. Y mantuvo su promesa. Cada ciclo acudía  a encontrarse con la mujer de oscuros cabellos y juntas eran felices más allá del dolor que alguna vez sintieron.

 

Pero quiso el destino o algún Poder por encima de éste, que a oídos del Sol de mirada ardiente llegasen rumores sobre la extraña desaparición de la Luna durante la última semana del ciclo. Y cuando le preguntó, exigente, y ella no contestó más que con evasivas, y en sus ojos vio el brillo de la felicidad, decidió convocar a sus Guerreros Llameantes, los más astutos de sus Niños, fieros y diestros guerreros, que obedecían a su señor ciegamente. Les ordenó seguir a la Luna y descubrir a dónde iba esos días que se ausentaba del cielo nocturno, abandonando sus tareas.

 

Los Guerreros Llameantes espiaron a la Luna y vieron cómo tomaba forma de mujer mortal y dirigía sus pasos al bosque inexplorado. Hasta allí la siguieron con sigilo, descubrieron la aldea de los Hijos de la Noche y fueron testigos del encuentro de la Luna con la mujer de los cabellos oscuros. Y aquellas noticias llevaron a su señor, que en su orgullo y arrogancia, se encendió de ira y planeó su acto más cruel como rey del cielo matinal.

 

Enardecidos como si ya olieran la sangre a derramar, los Guerreros Llameantes esperaron con impaciencia la llegada del día señalado, afilaron sus armas y pintaron sus cuerpos con dibujos grotescos. Y cuando el momento llegó, partieron como perros de caza, sedientos de carne y muerte. Dicen que se abatieron sobre la aldea desprotegida como una oscura ola, golpeando, despedazando y matando, ensañándose en especial con la mujer de los oscuros cabellos, hasta aniquilarlo todo por completo.

 

Cuando la Luna volvió a la aldea la noche siguiente, sintió romperse su corazón, pues de ella no quedaban más que frías cenizas y los cadáveres de los Hombres de la Noche. Desesperada, buscó entre ellos a la mujer de cabellos oscuros. Lo hizo al fin en el límite mismo donde la aldea y el bosque se confundían. Yacía de espaldas sobre un charco de sangre reseca, la mirada vacía prendida en el cielo y una espada clavada en el pecho.

 

Lloró la Luna, lloró por interminables días de agonía. Lloró hasta que sus lágrimas hicieron nacer un río de plata estremecida que anegó el bosque, acogiendo bajo sus aguas los cuerpos de los muertos, tumba sumergida para que nunca más fuesen mancillados. Y cuentan que siguió llorando cuando volvió al negro cielo y sus lágrimas de plata prendieron en la oscuridad, ardiendo con la fuerza del dolor y el amor, y se esparcieron por toda la bóveda celeste, creando el mayor homenaje para aquellos que habían perdido la vida por el orgullo del ciego Sol. Las Estrellas Que Brillan En La Noche, hijas de la pena de la Luna, luces que dieron vida al cielo yermo, monumento al amor, recuerdo de la aldea que más había amado.

 

La Luna mantuvo su promesa, y pese al paso de los siglos y el devenir de los Hombres del Sol, una semana antes del fin del ciclo abandona el cielo, nunca más vacío, y visita la tumba bajo las aguas de aquellos que quiso y le esperan por siempre.

 

Esta es la historia de cómo nacieron las Estrellas, la única y verdadera que los maestros ya no cuentan y que los Hijos del Sol han prohibido, la historia que pasa de madres a hijas, como el más preciado de los secretos que las mujeres guardan.

 

 

 

E.Z., 27 febrero 2009

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