Adaptación del cuento de Helena Ramírez:
“Esta canción os la contaré como me la contó mi madre,
y a ella su madre y la madre de su madre, hasta la primera
mujer que desveló esta verdad, porque es una historia de mujeres
que los hombres ya no quieren oír, aunque a los niños
aún se les cuenta en la cuna, como una nana,
la nana de las Estrellas que Brillan en el Cielo”.
Hace mucho tiempo, cuando los Dioses aún moraban entre los Hombres de la Noche, cuando los Niños del Sol pisaron por primera vez el mundo y el cielo nocturno era oscuro y yermo, la Luna de Plata lloraba sola en el negro vacío, porque su amante el Sol de Fuego le había hecho daño. El joven rey del cielo matinal se creía por encima de ella y se reía de su inferioridad, porque los dioses la habían condenado a seguirle eternamente, a ser un reflejo de su brillante luz y a ser su reina sometida.
La Luna recordaba los días felices en que los Hombres de la Noche los reverenciaban por igual, pues eran las luces que les guiaban y guardaban de la Oscuridad Sin Fin, cuando ambos se amaban sinceramente y no había orgullo en los ojos dorados del Sol. Pero entonces llegaron los Niños de la Mañana, fuertes y arrogantes, crecidos a la luz del astro rey; poco a poco sometieron a los Hijos de la Noche y amaron por encima de todo al Sol, que les daba calor y vida, que les daba luz brillante y abundancia, y dieron la espalda a la Luna, porque detestaban la noche oscura plagada de amenazas y, temerosos, se resguardaban en sus moradas esperando que llegase el nuevo día, cantando sus alabanzas al Sol en cada amanecer. Y él, sonriente, los escuchaba. Y comenzó a amarlos más que a nada, porque henchían su ego domeñando la tierra en su nombre. Y empezó a mirar desdeñoso a su amante, pues sus Niños la ignoraban.
Y así llegó el día en que ya no hubo amor entre el Sol y la Luna, aunque ambos estaban condenados a compartir el cielo. La Luna lloraba cada vez que las hirientes palabras del Sol rozaban su espíritu, y parecía que nadie, inmortal o humano, escuchara sus lamentos.
Una noche de verano, la Luna lloraba sus penas sobre una colina tapizada de fragante vegetación. Sus lágrimas parecían inconsolables y se derramaban sobre la tierra creando arroyuelos de luz de plata fundida, cuando le llegaron las palabras de consuelo de una mujer de cabellos oscuros: “No llores más por quien no ha sabido merecerte”, le dijo, “si te hiere es porque tiene miedo de la verdad, pues sin ti la Oscuridad Sin Fin nos atraparía a todos. Pero aún hay quien te ama en esta tierra”.
Luego, la mujer se perdió entre las sombras. La Luna quiso seguirla, pero como no podía pisar el suelo mortal, tomó forma humana. Dejó vacío el cielo para trasformarse en una figura esbelta de piel blanca, brillantes cabellos plateados y ojos de un gris azulado, profundos, sabios e intemporales.
Era ya el séptimo día de su búsqueda y temía no encontrar a la mujer, cuando sus pasos la llevaron a un bosque profundo y fresco, donde ni siquiera el arrogante sol conseguía disipar todas las sombras; allí se sintió cómoda y recuperó el ánimo. Siguió andando. Su corazón exultó de felicidad cuando, en un claro entre los árboles, descubrió a los Niños de la Noche, con sus facciones suaves, sus voces amables y los ojos grises y azulados. Hacía tiempo que los creía desaparecidos para siempre, pero aún quedaban allí los antiguos moradores, hermanos amados de tiempos mejores. Entre ellos se encontraba también la mujer de los cabellos oscuros, nacida de una Hija de la Noche y de un Niño del Sol, en contra de los códigos establecidos, pero fruto del amor. Nadie lo entendió, sin embargo, y tuvieron que huir. “No sé cuánto tiempo huyeron de aquellos que no querían comprender que hay cosas más fuertes que el odio irracional”, se dolió. “Yo vine al mundo en el camino, durante el crepúsculo, cuando el Sol se va para que llegues tú, y para la gente de mi padre fui la peor de las abominaciones, pues por mis venas corre la sangre de dos pueblos, según ellos, uno superior y otro sometido, pero jamás unidos. Sus padres terminaron por morir en la aventura, y ella quedó sola y dividida.
La Luna adivinó las lágrimas en los ojos de la mujer y la abrazó mientras la noche se iba cerniendo sobre el mundo, envolviéndolas en profundas sombras, bajo la mirada cómplice del bosque. Luego, la Luna y la mujer de oscuros cabellos hablaron largo rato, de ellas, de las cosas que les inquietaban… No obstante, la oscuridad de la noche le recordó a la Luna que debía regresar a su lugar para ahuyentar a la Oscuridad Sin Fin. “Pero tal vez vuelva”, anunció, “aquí, a tu lado, me siento como antes de los días de los Niños del Sol”. Se despidieron con un beso en la mejilla. La Luna se llevó los dedos allí donde los labios de la mujer habían rozado su piel y poco a poco, recuperó su forma celeste para volver al cielo oscuro e iluminar levemente la noche con su luz.
Los días se sucedieron y a la Luna se le hicieron largos en la noche vacía. Cuando quedaba una semana para que terminara el ciclo de las Luces Estivales, tomó forma humana y volvió a visitar la aldea, donde se encontró con la mujer de oscuros cabellos. Pasaron juntas aquella semana, caminando entre las sombras profundas del fragante bosque, contándose los secretos más recónditos de sus almas, hasta que la última noche antes que la Luna volviera a su camino en el cielo, se hicieron una promesa. “Volveré a verte una semana antes de que acabe el ciclo, siempre”, dijo la Luna. Y mantuvo su promesa. Cada ciclo acudía a encontrarse con la mujer de oscuros cabellos y juntas eran felices más allá del dolor que alguna vez sintieron.
Pero quiso el destino o algún Poder por encima de éste, que a oídos del Sol de mirada ardiente llegasen rumores sobre la extraña desaparición de la Luna durante la última semana del ciclo. Y cuando le preguntó, exigente, y ella no contestó más que con evasivas, y en sus ojos vio el brillo de la felicidad, decidió convocar a sus Guerreros Llameantes, los más astutos de sus Niños, fieros y diestros guerreros, que obedecían a su señor ciegamente. Les ordenó seguir a la Luna y descubrir a dónde iba esos días que se ausentaba del cielo nocturno, abandonando sus tareas.
Los Guerreros Llameantes espiaron a la Luna y vieron cómo tomaba forma de mujer mortal y dirigía sus pasos al bosque inexplorado. Hasta allí la siguieron con sigilo, descubrieron la aldea de los Hijos de la Noche y fueron testigos del encuentro de la Luna con la mujer de los cabellos oscuros. Y aquellas noticias llevaron a su señor, que en su orgullo y arrogancia, se encendió de ira y planeó su acto más cruel como rey del cielo matinal.
Enardecidos como si ya olieran la sangre a derramar, los Guerreros Llameantes esperaron con impaciencia la llegada del día señalado, afilaron sus armas y pintaron sus cuerpos con dibujos grotescos. Y cuando el momento llegó, partieron como perros de caza, sedientos de carne y muerte. Dicen que se abatieron sobre la aldea desprotegida como una oscura ola, golpeando, despedazando y matando, ensañándose en especial con la mujer de los oscuros cabellos, hasta aniquilarlo todo por completo.
Cuando la Luna volvió a la aldea la noche siguiente, sintió romperse su corazón, pues de ella no quedaban más que frías cenizas y los cadáveres de los Hombres de la Noche. Desesperada, buscó entre ellos a la mujer de cabellos oscuros. Lo hizo al fin en el límite mismo donde la aldea y el bosque se confundían. Yacía de espaldas sobre un charco de sangre reseca, la mirada vacía prendida en el cielo y una espada clavada en el pecho.
Lloró la Luna, lloró por interminables días de agonía. Lloró hasta que sus lágrimas hicieron nacer un río de plata estremecida que anegó el bosque, acogiendo bajo sus aguas los cuerpos de los muertos, tumba sumergida para que nunca más fuesen mancillados. Y cuentan que siguió llorando cuando volvió al negro cielo y sus lágrimas de plata prendieron en la oscuridad, ardiendo con la fuerza del dolor y el amor, y se esparcieron por toda la bóveda celeste, creando el mayor homenaje para aquellos que habían perdido la vida por el orgullo del ciego Sol. Las Estrellas Que Brillan En La Noche, hijas de la pena de la Luna, luces que dieron vida al cielo yermo, monumento al amor, recuerdo de la aldea que más había amado.
La Luna mantuvo su promesa, y pese al paso de los siglos y el devenir de los Hombres del Sol, una semana antes del fin del ciclo abandona el cielo, nunca más vacío, y visita la tumba bajo las aguas de aquellos que quiso y le esperan por siempre.
Esta es la historia de cómo nacieron las Estrellas, la única y verdadera que los maestros ya no cuentan y que los Hijos del Sol han prohibido, la historia que pasa de madres a hijas, como el más preciado de los secretos que las mujeres guardan.
E.Z., 27 febrero 2009
Read Full Post »